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Decían que la casa estaba embrujada.
Había sido un día cualquiera de otoño, más cercano al invierno que otra cosa, cuando se había producido el gran incendio. De los propietarios de la casa, un hombre y su esposa, no se había sabido nada.
Todos daban por hecho que estaban muertos, a pesar de que jamás se inició una búsqueda de los cuerpos. Lo cierto es que a nadie en el vecindario le importaba demasiado. Esa gente –o al menos el hombre –era extraña.
No tenían amigos entre los vecinos, ni tampoco tenían hijos. A pesar de ser una pareja joven no tenían siquiera planes para ello. Ni siquiera se dejaban ver muy a menudo, lo que provocaba más de algún cuchicheo entre las señoras que, desde sus propias casas, entrecerraban los ojos con la esperanza de poder ver aunque sea solo un poco del interior de esa extraña, pero enigmática casa.
Al pasar los años, del impotente hogar, lo único que parecía haberse mantenido eran las esculturas que adornaban las columnas. Hacía tiempo que la pintura se había resquebrajado, y los vidrios se habían manchado con tierra. El jardín, que cubría la parte delantera de la fachada, había crecido sin control; una enredadera recorría la pared desde la gran puerta hasta la ventana del segundo piso.
Desde entonces, la historia de la casa y la pareja que habitaba en ella habían sido los enigmas más recurrentes en la noche de brujas. ¿Por qué se produjo el incendio? ¿Cuánto habrán sufrido los dueños de casa? O... ¿Realmente fue un accidente, o era un plan de asesinato?
¿Cómo serían los cuerpos? ¿Estarían desfigurados?
Particularmente este año, Thomas comenzaba a hacerse demasiadas preguntas acerca de ese estilo. Sobre todo desde aquel día en que había visto esa sombra del otro lado del cristal.
Por eso, al estar observando esa casa por encima de su hombro mientras pensaba en ello, no vio cuando uno de sus amigos lanzó la pelota. Por lo tanto, no pudo agarrarla a tiempo. El pequeño balón iba con tanta fuerza, que giró en el aire, chocó con un poste, y aterrizó entre el follaje del inmenso jardín.
De la casa embrujada.
- Tommy, ¡acabas de perder la pelota!
- ¿Eh? –el niño en cuestión giró la vista hacia su amigo, que lo miraba enfadado. Era mayor y casi lo doblaba en tamaño. Tommy pensó por un segundo que debía decir algo más inteligente o seguramente Rick vendría y lo golpearía (de nuevo). –lo siento.
- Nada de que lo sientes, ¡Ve por la pelota, rápido!
Tommy asintió y les dio la espalda para caminar hacia la casa. Detrás de él escucho la voz de Susy, “Cómo va a ir, esa es la casa embrujada!”, pero él no hizo caso.
Hace días que sentía que algo lo llamaba desde dentro de ese lugar. Todo había sido más fuerte luego de escuchar la historia de noche de brujas de ese año.
Ahora, tendría la ocasión de poder entrar a ese jardín, y mirar un poco más de cerca. Quizás, de comprobar que no había nadie dentro. Con un poco más de suerte, podría ver algún cadáver o lo que quedara de él.
Hizo caso omiso de los llamados de Susy para que no fuera, que podrían comprar otra pelota. Pero él tenía 8 años, se podría decir que estaba en la cumbre de la curiosidad innata que se podría tener.
Se detuvo ante la entrada, e inspeccionó la cerradura. Vieja y oxidada, pero aún así sería difícil forzarla y abrir las grandes rejas, por lo que optó con caminar más hacia su derecha, pues la pelota había caído hacia un costado, para poder trepar y pasar al otro lado. No lo consiguió, y casi estuvo a punto de caer dos veces.
- Me daré la vuelta –les dijo a sus amigos, y partió corriendo hacia la parte trasera.
A esas alturas el frío comenzaba a acechar, y el miedo de la pequeña Susy terminó por contagiar a Rick También. El corpulento niño alzó la vista, hacia la ventana del segundo piso, y un escalofrío lo recorrió entero. Sin embargo no dijo nada, observando en la misma dirección en la que su pequeño amigo había emprendido la carrera.
Afortunadamente, había uno de los fierros estaba doblado, y Tommy pudo escabullirse con éxito por ahí. No se detuvo a observar la forma tan salvaje con que crecían las malezas, ni los escombros en el piso, sino que siguió adelante, con la vista fija, buscando la pelota de plástico.
Sin embargo, dos o tres veces guió la vista hacia la pared exterior de la casa, por temor a que algo saliera de repente y lo asustara, pero ese algo no fue más que un gato negro que, a pesar de ser inofensivo, lo asustó.
Fue un grito breve, que sin embargo bastó para ponerles los pelos en punta a sus amigos que aún lo esperaban en la parte anterior de la casa.
Tommy se puso de pie, pues había caído de la impresión, y contempló como el gato se escabullía por una de las ventanas rotas de la casa. Y hubiera seguido su camino en busca del balón… de no ser por la música.
Una musiquita se filtraba (o eso pensaba él) por entre los cristales rotos. Cerró los ojos un momento, para eliminar de su mente cualquier distracción y comprobó que sí, que esa melodía no era parte de su imaginación. Provenía de la casa.
Era una difícil situación. ¿Entrar o no entrar para saber de dónde provenía ese sonido? Ya había echado un rápido vistazo y sabía que a su izquierda había una puerta que parecía estar abierta.
Pero era peligroso. Aún temía en los fantasmas, y si encontraba uno ahora no quería estar solo.
El gato negro volvió a asomarse por el cristal y le dedicó un ligero maullido. Tommy tomó aire, y juntando valor, se dirigió hacia la puerta.
No esperaba encontrarse con eso. La casa por fuera parecía estar a punto de derrumbarse y sin embargo dentro de ella no encontró ni un solo objeto destruido, o con signos de haber sido víctima de un incendio.
La puerta lo llevó directamente a la cocina. O eso parecía, por que el horno estaba completamente lleno de polvo, al igual que las ollas y demás utensilios. El maullido del gato lo guió desde ese lugar hacia la sala principal, donde se encontró con dos grandes sillones, también un poco sucios pero no cubiertos con una gran capa de polvo que se esperaría de una casa abandonada, rodeando a una mesita de centro donde sin duda había una gran cantidad de objetos.
Es más, toda esa habitación, y los pequeños muebles que ella contenía, estaban repletos de aquellos objetos.
Caballitos, muñecas, autos, aviones de madera. Todos tallados a mano, apilados uno encima del otro. Sobre los sillones, sobre la mesita, sobre el escritorio, sobre la vitrina. Ninguno idéntico al otro, todos con cada uno de sus detalles.
Tommy se acercó despacio, con el corazón latiéndole tanto que le dolía un poco, y tomó un caballo que reposaba sobre la alfombra, un poco alejado de los demás. Era un juguete, y era tan bonito que sintió el impulso de esconderlo entre sus ropas y llevárselo a casa.
Echó un vistazo rápido a toda la habitación, y se dio cuenta que en un rincón había una gran cantidad de botellas de vidrio apiladas.
Caminó con el caballito de madera entre las manos, y se arrodilló para verlas mejor. Dentro de cada una de ellas había un velero. Algunas estaban quebradas, quizás por no soportar el peso que les caía encima, pero la mayoría estaban intactas. Tommy se preguntó quién había hecho eso, ¿Sería el dueño de casa? ¿y por qué todo parecía estar en tan buen estado? Si recordaba bien, su padre le había dicho que el incendio había ocurrido hace más de 20 años…
- ¿Te gustan esos objetos? –una voz lo sobresaltó, pues hasta ese momento se creía solo en esa enorme casa. Pero se había equivocado.
El asombro le impidió gritar, o moverse para huir. Solo atinó a girar la cabeza lentamente, para observar al hombro que estaba de pie. Un hombre que todos creían muerto.
Sin embargo, a pesar de la enorme cicatriz que le recorría la cara, no parecía un asesino. Ni tampoco parecía un fantasma. Pero fueron los ojos de ese hombre, tan profundos y llenos de sufrimiento, lo que hicieron que Tommy se quedara allí y no huyera como hubiese hecho cualquiera en su lugar.
- Son todos muy bonitos, señor –le contestó, una vez que se puso de pie. Aún sostenía al pequeño caballo de madera entre sus manos-. ¿Los hizo usted?
Aquel hombre, analizó al niño de pies a cabeza antes de responder. Un chiquillo de complexión delgada, un poco sucio, de aspecto frágil. Podría romperle los huesos fácilmente si quisiera, pero no quería hacerlo. Su cabello era de mismo tono negro que el suyo; aunque sus ojos eran diferentes. Los del niño, que no debía pasar los 9 años, eran de un color verde oscuro; que en esos momentos no lo miraban con miedo, sino que con una mezcla de curiosidad y quizás un poco de admiración.
- Sí, chico. Los hice yo.
Continúa...
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